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Mis calcetines rojos – Revista Wos

Mis calcetines rojos

Mis calcetines rojos

Desde hace mucho tiempo que no logro centrarme en cuanto a gustos y equilibrios sociales, pues siempre ando atravesado llevando la contraria a todo y a todos, si hasta nací en año bisiesto y a las 5 de la mañana y en una ambulancia; de ahí que mis genes navegan contra la corriente siempre, por lo que me cuesta congeniar ya sea en el trabajo y también en mi entorno familiar. Me alimento a deshora y mezclo carbohidratos con lácteos y no se como no he tenido gastroenteritis, pero como dije antes son mis genes los que muestran claramente una anomalía.

No todo puede ser malo, al menos en mi trabajo soy un éxito; mis jefes me tienen en alta estima porque me anticipo a todo y a todos y puedo trabajar más de 10 horas seguidas para entregar buenos resultados, soy un buen contador auditor, ninguna cifra por complicada que sea me queda grande, las matemáticas son lo mío.

De un tiempo a esta parte me ha dado por vestirme de forma bizarra, y me me importa bien poco o nada lo que opinen los demás al respecto; visto informal cuando se debe ser formal, en la oficina todos me miran con desdén por mi forma de elegir mi ropa; debe ser porque detesto lo corporativo, lo aceptable según las normas de la siutiquería, el acartonamiento de los trajes de oficina. Como dije mis jefes me aceptan, les convengo como empleado aunque jamás me invitarían a una cena de gala o a exponer en una convención.

Hace poco me detuve en una tienda de ropa a ver si había algo ad-hoc para mi closet y entre tanto recorría me encontré con unos calcetines rojos impactantes que no dudé en comprarlos pues siempre quise usar ese color en calcetines, son vistosos, audaces y van con mi personalidad, me gusta lucirlos en las reuniones de los día lunes en la empresa, me dan mucha seguridad al usarlos; luego al llegar a casa los lavo a mano y los tiendo para usarlos en la próxima reunión de los lunes.

Es necesario decir que a pesar de vestir de forma audaz soy conservador en algunos aspectos; me gusta usar zapatos bien lustrados y jamás salgo sin afeitar y aunque nadie lo crea adoro el agua de colonia y jamás llego atrasado al trabajo ni a cualquier otro menester.

Hace un Domingo atrás ya por la tarde se levantó una ventolera de esas que parecen un mini tornado que hizo volar toda la ropa que estaba tendida en cordel, poleras y calzoncillos entraron en esa tromba de viento que traía un frente de mal tiempo; rescate algo de ropa que colgaba de algunos árboles que hay en el predio y lo que desapareció de mi vista fueron mis adorados calcetines rojos que pasados unos días los di por perdidos.

El monopolio del destino o una coincidencia mística de esas que suelen ocurrir en las películas dieron un vuelco extraordinario a mi vida y fue cuando en una de mis idas al emporio de abastos que hay por estos lares, descubrí que a veces tenemos singulares propósitos que desconocemos hasta cuando se nos revelan. No había avanzado más de cinco pasos tal vez cuando vi a un niño y una niña comprando con entusiasmo muchas golosinas y grande fue mi asombro al ver que las guardaban en un par de calcetines rojos idénticos a los que yo había perdido y no me demoré en preguntarles qué hacían; la niña me dijo que guardaban las golosinas en los calcetines para celebrar Navidad, eran el presente que preparaban para el Niño Jesús a la hora de la cena; con indisimulada risa les dije que cómo era posible ya que estábamos en Julio y no en Diciembre; me dijeron que lo sabían pero que habían hecho un viaje muy largo desde Venezuela con su madre y que una vez que estuvieran instalados en Chile y a la espera de su padre que venía en camino desde Valencia, Venezuela, celebrarían la Navidad que no pudieron tener como familia. Antes que salieran del emporio les pregunté donde habían comprado los calcetines rojos a lo que con inocente risa el niño me dijo que los había encontrado pegados en las ramas del árbol que está en el patio de la casa donde viven ahora, y nadie de ellos se explica como unos calcetines rojos casi como nuevos llegaron ahí; su madre les dijo que era una señal que había que seguir y celebrar la postergada Navidad ya que ellos habían partido desde Venezuela a Chile a fines de noviembre. Tal relato me conmovió, me hizo bajar del pony, me aterrizó porque yo era de los que pensaba que la Navidad era sólo una excusa más de los consumidores compulsivos que se gastan hasta lo que no tienen y el sentido navideño no es más que ir al mall y hacer alarde del aguinaldo de fin de año, en fin, desde ese día cambié de opinión o más bien un par de niños venezolanos me mostraron el lado bello y silencioso de la vida.

Sabía yo que aquellos calcetines rojos eran míos, también sabía que sería muy poco atinado reclamarlos pero también necesitaba saber quien eran ellos, mis nuevos vecinos, así que me dispuse a seguirlos hasta su casa y grande fue mi sorpresa al ver que mi casa quedaba detrás del sitio de ellos así es que era fácil suponer la trayectoria y destino de mis calcetines después de la ventolera; me acerque lentamente y observé; vi a los dos hermanitos jugando en un improvisado columpio hecho con una a maltraer soga y una casita en un árbol pintada de un vistoso color amarillo; para espía no sirvo porque no pasaron ni dos minutos para que los niños me descubrieran; medio nervioso les dije que venía a saludarlos ya que eran mis nuevos vecinos y ni se demoraron en llamar a su mamá e invitarme a entrar a su casa.

Es preciso decir que en Chile somos desconfiados de los extranjeros, tenemos mala experiencia porque un grupo de ellos han traicionado la confianza que le hemos entregado y han optado por delinquir, ese grupo ha contribuido a que tengamos distancia y hasta enojo; no se debe generalizar, se debe ser justo, ser extranjero me imagino debe ser muy difícil, estar lejos de la patria no debe ser fácil, yo nunca he salido de Chile pero a veces me he sentido extranjero en mi propio país, eso duele, por eso que solidarizo con los que han llegado por fuerza mayor, porque no son turistas que traen dólares, sólo vienen con una mochila cargada de esperanzas y a punta de golpes quieren empezar de nuevo.

La mamá de estos dos niños se llama María Fernanda, sus hijos, Ana María y Carlos Eduardo, amables y respetuosos todos ellos, apenas entre a su casa me convidaron una bebida achocolatada exquisita llamada Toddy, típica de Venezuela me dijeron, y con muchas risas y conversación me hicieron sentir como en casa; María Fernanda me habló de la odisea que vivieron para llegar a Chile; se demoraron un poco más de tres meses en llegar a Santiago. Si bien es cierto que desde Venezuela se demoraron 3 días en llegar a la ciudad de Arica en bus, los problemas que vivieron después retrasaron sus planes. Con casi nada de dinero Ana María usó sus únicos 200 dólares que tenía para pagar una pieza por un mes, pagó 160.000 pesos por esa habitación y sólo le quedaron 11.000 pesos los cuales uso para comprar leche para los niños, algo de pan y té del más económico, unos cuantos rollos de papel higiénico y shampoo. Al día siguiente después de llegar a la ciudad encontró trabajo en la Feria Thompson ayudando en un puesto de artesanía lo cual le sirvió mucho para el pan de cada día y juntar peso a peso para poder llegar a Santiago. El hecho que ella se declarara como perseguida política sólo le facilitó para no estar como ilegal, pero por todo lo demás siempre estuvo sola, las supuestas ayudas a los refugiados siempre estuvieron en todo momento sujetas al monopolio de la burocracia no eran opción y tuvo que ingeniárselas para vivir en un país extraño al que ella le tenía mucha esperanza porque al menos a sus hijos les daba tres comidas diarias con su empleo y compraba de a poco dólares para enviarlos a su marido para que saliera de Venezuela.

Al siguiente mes viajó a Iquique con sus hijos, trabajó en un minimarket ganando 15.000 pesos diarios, el horario era flexible y le facilitó el tiempo para cuidar de sus niños; además le encantó la ciudad, el aire, el comer chumbeques, alfajores típicos de allá y probar la exquisita leche con mango del mercado. Me contó que los iquiqueños son muy amables y caminar por la costanera y sentir el aire marino la hizo enamorarse de la ciudad, allí estuvo casi dos meses juntó dinero y llegó a Santiago a la localidad de Paine porque al llegar al terminal le dijeron que en Buin y Paine hay muchos Venezolanos que se han quedado allí para trabajar en el campo y en restaurantes de la zona, así es que no dudó y se quedó en ésta zona rural en la que yo vivo también.

Después de esa amena conversación me invitaron para la noche a celebrar su postergada navidad, accedí con gusto, fui a mi casa  darme una ducha y salía comprar unos presentes para mis nuevos amigos y ya llegada la noche como las 9 celebré junto a ellos la navidad que casi nunca celebro; vi a una familia unida y cariñosa que compartió conmigo su alegría y sus más variadas y ricas recetas venezolanas; Pan de Jamón, Hallacas, Torta Negra y Dulce de Lechoza y otros platos de la tierra llanera; yo me sentí el extranjero acogido, yo me sentí honrado de celebrar esa nueva navidad.

Antes de irme los dos niños me hicieron un regalo asombroso que me emocionó mucho; me regalaron un par de calcetines rojos llenos de golosinas y no pude contener las lágrimas, y en mi mente y mi corazón resolvía que nunca había perdido esas rojas prendas; agradecí como un niño cuando recibe el mejor de los obsequios, me sentí grande y pequeño a la vez, grande por lo apreciado que me sentía y pequeño por todo el tiempo que había desperdiciado antes en cosas vanas. Luego de la cena me despedí de ellos para llegar a casa y luego dormir tan plácidamente como nunca antes había dormido.

Creo que en estos días bueno sería celebrar navidad, esta vez invitaré a mis nuevos amigos a cenar y dar gracias, y con el tiempo recordar los que viví a causa de unos calcetines rojos.

       Troy.

 

 

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